Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.
Ernest Hemingway
La profesora Kimberly Barker, de la Universidad de Virginia, lleva años trabajando en el estudio de la economía de la reputación, así que no le es ajeno el poder de los entornos digitales en la conformación de la imagen de un producto o persona y su peso en la opinión pública.
Al hablar de privacidad digital, le recomienda a sus estudiantes: “la regla que quiero que sigan es asumir simplemente que no hay privacidad”. Así de sencillo y contundente. Si lo escribiste en un espacio digital, aún configurando estrictamente el segmento de destinatarios, debes saber que existe la posibilidad de que salga de ese círculo y se haga público. Hasta los términos y condiciones de las plataformas sociales advierten que pueden hacer uso del contenido que publiques.
Hace días una amiga resumió en un estado de Facebook la gravedad de la crisis que atraviesa Venezuela a través de una dolorosa experiencia que le tocó vivir. Se trataba de un caso público que despertó interés nacional y ella fue testigo, por cuestiones laborales, de esa tragedia. Un estado con tono intimista, reflexivo, melancólico y duro, que solo compartió con sus amigos.
Antes de que cayera la noche lo releí. Esta vez no me hizo falta entrar a Facebook: me llegó como una cadena vía WhatsApp en un chat vecinal, a través de un completo desconocido. Ni ella ni yo conocíamos a esa persona, ni a las decenas que, en pocas horas, ya estaban replicando el mensaje.
Para quien trabaja en medios sociales, esta violación de la privacidad es doblemente incómoda: por un lado, siendo evangelizadores del poder relacional que nos da una red tejida digitalmente, sentimos un gran pesar al corroborar que a veces lo más recomendable es el silencio.
Pero, por el otro, ver traicionada la confidencialidad resulta incómodo porque la sencilla regla de Barker es algo que llevamos tatuado en el alma, como una verdad que nuestro oficio se ha encargado de demostrarnos: no existe tal cosa como privacidad online y el mayor fallo en una filtración ha sido tu ingenuidad.
Cuando veo alguna de mis palabras citadas, tergiversadas, deformadas o simplemente en boca de alguien a quien no se las dije, escucho la amarga voz de mi conciencia recordándome que, en la Era de Google, soy responsable de tal desatino. No hay configuración de seguridad que no se pueda alterar con un copy/paste, una captura de pantalla o un sofisticado ataque programático.
Y allí reside la contradicción que atormenta a quien trabaja en social media: ¿acaso hay que autocensurarse para no vivir con miedo? ¿dónde queda la ampliación de horizontes que plantean las redes sociales digitales? ¿no podemos aspirar a un espacio íntimo?
Las culpables no son las plataformas: ellas tratan de reproducir el intrincado enjambre de relaciones que tenemos para ofrecer apenas un espacio espejo, pero con puntos ciegos. Lo social es una avalancha que arrasa sin detenerse en settings, en advertencias o incluso en los derechos del otro, por mucho que cueste asumirlo.
¿Qué diferencia al amigo que comparte tus contenidos sin permiso del ladrón que hace públicos los datos del smartphone que te acaba de robar? ¿Es aceptable asumir como argumento “si lo escribió era para ser leído”? Si acaso, las grandes diferencias radican en que cuando la filtración la hace un conocido, rompe la confianza que los unía. ¿Y qué pasa cuando ni siquiera llegas a averiguar cuál de tus contactos reprodujo la información? Ese es el más grave de los escenarios, porque cierne la duda sobre todos.
Solo la empatía puede darle otra dimensión al asunto. Asume que no hay tal cosa como privacidad online pero encárgate, a través del respeto al otro, de construirla.