El supermercado estaba casi vacío. Eso suena extraño un viernes antes de Carnaval, pero ya acostumbrados a la falta de dinero y a la actual crisis, el término extrañeza no cabe en el repertorio del venezolano. Si hay cola, llegó algo escaso o de precio controlado. De no haberla, entras a comprar cómodamente lo poco y caro que encuentres.
Tres bolsas de alimentos me costaron la mitad de un sueldo mínimo. Apenas frutas, granos y un paquete de tortillas. Todos vamos sacando la cuenta mentalmente al llenar el carrito, pero lastimosamente no suele coincidir con la totalización en caja. Y nunca es a favor: el importe siempre sobrepasa nuestras estimaciones, e imagino que alguien que escriba mejor que yo podría describir esa desazón, esa angustia que te hace temblar mientras piensas si te tocará dejar algo o si todavía tienes cupo en alguna tarjeta de crédito.
Pagué con rabia. Demasiado dinero para lo que llevaba. El único alivio fue que me había alcanzado la plata. Cuando trataba de introducir mi clave secreta en el terminal del punto de venta, me distrajeron los gritos:
-Hoy no quiero a ningún empleado en esta zona, me cierran estas cajas y que no vea yo a nadie aquí. Cuando lleguen los militares, comenzamos.
En la esquina que despejaban con aquel escándalo iban descargando pallets llenos de harina de maíz. Al lado, en menor cantidad, avena en hojuelas.
La señora que estaba delante de mí todavía recogía sus bolsas cuando masculló que habían traído poco, que no alcanzaría. Fue un auto-consuelo: quería convencerse de que no valía la pena esperar o volver a hacer la cola. Se iría con lo que había comprado. Total, esas uvas estaban verdes, según dicen los zorros…
Pero el empaquetador me animó: la cola está corta, esto avanza rápido y ya llegó la guardia.
Decir que me animé es una forma menos desventurada de describirlo: me atreví, me convencí, me obligué a intentarlo. Fui al carro, guardé mis bolsas y di la vuelta al centro comercial para llegar a la zona de cola. Porque las filas para adquirir alimentos son una vergüenza y el gobierno, en vez de producir en abundancia para evitarlas, ha ordenado esconderlas. El problema no es que haya una desgracia sino que se sepa.
No había puestos preferenciales: todo el mundo debía formarse por orden de llegada en varias colas. Eran filas discretas, de apenas 30 personas cada una. El que quedaba a la cabeza de la cola recogía las cédulas. No era válido ningún otro documento de identidad. Entregar la mía fue el primer golpe porque nunca la he perdido de vista. A mí me enseñaron que ese documento es lo más valioso que tengo como ciudadana y que, incluso si me es requerida por la autoridad, puedo mostrarla sin entregarla. Pero no había opción: o te despojabas de la cédula, o no podías comprar.
Luego vendría el guardia y tomaría el fajo de carnés para pasar lista: Pacheco, Martínez, Pedroza, Yamilé. Leía apellidos o nombres, según le fuera más fácil la lectura. Si alguno no respondía después del tercer llamado, se la dejaban a un cuidador de colas, que era más bien un indigente oportunista que vendía puestos.
Fueron llegando mujeres de cabellos blancos como el talco, personas con andaderas, sillas de ruedas, tapabocas, embarazadas con panzas prominentes, niñitos con disfraces, empleados de negocios cercanos que invertían su hora de almuerzo en aquellos menesteres.
Parada allí, comencé a llorar. Me sentía indignada, humillada, arrechísima. Y lloraba. Cuando me calmaba, explicaba un poco cada acceso de llanto: no es justo que estemos haciendo cola para comprar comida, no es normal que tengamos que estar de pie bajo el sol, ¿por qué tengo que darle mi cédula a cualquiera?, ¿es normal que esa señora de 80 años esté haciendo esta fila y no haya ni una sombra para taparla, ni una silla para aliviar sus cansadas piernas?, mira la bailarina del tutú rojo: tendrá dos años y su infancia se le va a ir en el estacionamiento de un supermercado.
En realidad estaba hablando sola. Lloraba para mí. La gente lo sabía, pero igual me escuchaban aunque trataban de ignorarme por respeto, sin alarmarse con mis penas para regalarme un poco de dignidad. Pero les fue imposible no unirse. Me fueron contando sus cuitas sin llanto, pero con una profunda rabia: tengo un mes sin arroz, he hecho cuatro horas de cola en el negocio de más arriba y no alcancé a comprar, paso hambre.
La mujer más reservada no volteaba, concentrada en que nadie se coleara, recordando que todos debían ocupar su puesto… hasta que no aguantó y me vio a la cara, explicándome en voz baja que su hijo estaba tres colas más atrás porque a ella no le pareció justo guardarle puesto. “Cada quien sabe cuánta hambre hay en su casa y debe esforzarse”, me dijo.
Yo seguía llorando porque soy civil y me indignaba estar de pie bajo el sol, en fila, despojada de mi identidad, respondiendo a un hombre de verde y carrubio que me llamaba por el apellido con un tono autoritario que no le correspondía. Eso también lo dije, y abrí otras cajitas de Pandora en la cola.
Al final entré, compré dos paquetes de harina de maíz y uno de avena (el máximo permitido) y salí llorando. A esas alturas era un llanto seco, pero imparable. Mis vecinos de cola me hacían señas, algunos un guiño de ojo a lo lejos, otros una sonrisa empática. Se disculpaban por no llorar conmigo. Cada gesto me convenció de que lo mío fue una protesta. Sin rebeldía, sin escándalos, sin pancartas: una manifestación que de uno pasó a 29 más, y de ellos a otros pocos en colas vecinas. Supongo que el alcance habrá sido mayor del que imagino, pero seguramente menor del necesario. Y a pesar de tanto llorar, me sentí bien porque la mía, sin consignas ni marchas, no terminó en bailantas en la autopista. Una semilla de conciencia regada con lágrimas.