Si una persona dice tener hambre y le ofreces una manzana, la comerá. Eso es hambre.
Pero si prefiere una galleta, o dice que su hambre es “de otra cosa”, eso no es hambre: es ansiedad.
Lo anterior lo escuché en un programa de Dr. Oz y aunque no le crea mucho a la mediática figura, en Venezuela ya la situación económica nos lo demostró en temporada de mangos: ante el hambre, la gente desnudó las matas, comió la fruta 3 veces al día, inventó recetas y, a pesar de la monotonía, reconoció en el mango la salvación.
La señora que limpia la oficina donde trabaja mi esposo un día se le acercó y le preguntó si no tenía ropa de bebé que le pudiera donar. Teniendo nosotros niña y niño quisimos saber qué color prefería y la mujer, desesperada, respondió: “el que sea, porque el bebé va a nacer y no tiene nada que ponerse. No importa el color que tenga, yo se la recibo”. Eso es necesidad.
Veo las gráficas de las grandes colas ante las tiendas EPK, a las cuales la Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos Socioeconómicos (Sundde) obligó a bajar sus precios en 70 %. Las imágenes muestran largas filas, inmensas, para adquirir 4 piezas en una venta controlada y supervisada por las autoridades.
Algunos, en esas largas jornadas (incluso de hasta 8 horas de cola), decían que lo hacían para comprarle la camisa al niño. Aún con el descuento, cada pieza cuesta en promedio un poco más de la mitad del salario mínimo. Cuatro cuadras más allá de la tienda de Chacaíto hay una distribuidora de ropa infantil. No hay cola alguna. Tampoco hay descuento. Pero cada pieza cuesta, en promedio, 7-10 % del salario mínimo, y no hay restricción en el número de piezas a adquirir.
Mucha gente criticó duramente a quien hizo la cola en EPK. Otros los defendieron diciendo que así estarían de necesitados que pasaban esas penurias, y que era más fácil juzgarlos que entender una realidad que no se ha vivido.
La distribuidora de ropa infantil es modesta. Sus modelos no son elegantes ni tienen apliques o lentejuelas, pero la ropa es de buena calidad, de fresco algodón peruano y resiste muchas lavadas. Lo sé porque he comprado allí, es una realidad que he vivido. A diferencia de los coquetos modelos de EPK que, cómo no, son prolijos y llenos de detalles, pero mucho más costosos y menos resistentes. Lo sé porque también he comprado allí, es una realidad que he vivido.
Y entiendo que todos queremos lo mejor, para nosotros y nuestros hijos. Queremos “pertenecer”, sentir que cuando Titina Penzini anuncia en radio a esos “niños impecables, niños elegantes, niños EPK”, está hablando de los nuestros. Pero también entiendo que uno se arropa hasta donde le llega la cobija.
Si tuviera el dinero, me gustaría comprar toda la colección de EPK para mis hijos. Es más: me gustaría comprar toda la colección de Gymboree, H&M, Baby Gap y algunas marcas europeas fabulosas. Pero ante la necesidad, compro lo mejor que puedo y mis hijos no andan desnudos.
No sé si esto sea un juicio de esos que los estudiosos rechazan, pero en todo caso mi problema no es lo que otro hace con su dinero o con su tiempo. Mi problema es llamar a las cosas por su nombre. Si usted tiene hambre, come el mango y no pide sushi. Si usted tiene necesidad de vestir a sus hijos, compra la franela de algodón y no pide EPK. Eso no es necesidad. No sé qué nombre tendrá, pero no es necesidad.
Así es… pero la paradoja detrás de los descuentos forzados “Manus militares” es que quienes hacen las colas con ojos vidriosos llenos de patológico deseo adquisitivo, siguen añorando las marcas y los gustos de la otrora clase media. No han funcionado el adoctrinamiento y la ideología para detestar los símbolos del capitalismo, solo han aprendido a tomar lo que quieran sin importar el daño que puedan hacer. Cultura malandra.