Tengo muchos amigos corredores. Algunos prefieren ser llamados runners, y usan geles y decenas de accesorios -cuyo nombre desconozco- para mejorar la práctica de ese deporte que yo pensaba que era de los más económicos, pues sólo bastaba ropa adecuada y unos buenos zapatos. Como en todo, hace falta indagar para tener una visión verdadera de las cosas. El que sabe, sabe.
Hace muchos años un conocido se aficionó por el asfalto. No era corredor de gimnasio, no le gustaban las rutas de montaña: lo suyo era el maratonismo urbano. Y digo maratonismo, porque después de una semana dando vueltas a buen paso por las sendas del Parque del Este, decidió que a sus casi 50 años estaba más que listo para una maratón.
Consiguió un grupo de corredores, un entrenador y siguió planes para largos y cortos. Desestimaba, eso sí, los ejercicios funcionales y las pesas, porque para él a correr se aprendía corriendo, y esas prácticas adicionales no mejorarían en nada su rendimiento.
En pocos meses ya se había inscrito en varios maratones a lo largo del mundo. Ninguno de los 5 grandes, pero sí de cierta categoría y para los que, además, había que hacer una gruesa inversión en el traslado. Más allá de sus resultados, siempre nos contaba sus vacaciones exprés en ciudades increíbles de Europa o Estados Unidos.
Pero llegó el momento: se inscribió en el sorteo para la maratón de Nueva York y tuvo suerte obteniendo un lugar al primer intento. Fue un punto de no retorno: con esa inscripción se asumía corredor. Sino profesional, al menos serio.
Fue en ese instante cuando comenzó a interesarse por los rigores psicológicos del running, a hablar de la pared, del muro, de controlar la mente… pasó de mostrar sus avances físicos con fiereza, a una actitud más pausada y reflexiva, con matices Nueva Era que resultaron impresionantes. Entró, sin saberlo, en lo que ahora llaman la corriente del mindfulness.
Viéndolo tan motivado, yo misma comencé a interesarme por el tema y cuanto consejo, lectura o programa de radio escuchaba, se lo comentaba con alegría. Hasta que tuve la ocurrencia de revelar que había oído a Pedro Penzini Fleury diciendo que la verdadera disciplina de este deporte era mental porque había días que no se te antojaba abandonar tu cama tibia y segura para salir al parque o a la calle a las 5 de la madrugada, con la mente a media máquina y el sol sin despuntar, a correr. ¡Aquel hombre se volvió una fiera! De hecho, de inmediato respondió:
-Ese tipo es un loco, ese no sabe de lo que habla. Se ve que no sabe lo que es correr.
Penzini Fleury era una farmacéutico venezolano que hizo carrera como hombre de medios de comunicación y que, para ese momento, ya sumaba décadas como autor de una columna semanal titulada “Correr es vivir”. La comenzó cuando una frase de ese calibre sonaba demencial, porque al menos en Venezuela estábamos embriagados con los avances tecnológicos y el bienestar económico del petróleo: carros cada vez más cómodos, gasolina barata… ¿quién querría correr o tan siquiera caminar en un país donde la gasolina era más barata que el agua?
Su áspera respuesta me reveló que la idea de una mente en calma era teórica, y me hizo sospechar que no estaba preparado. En realidad no lo sospeché: la impertinencia de su contestación me hizo desear un desagravio. Eso era todo. Al final, yo sólo estaba haciendo un esfuerzo por interesarme por temas que lo motivaran, tendiendo un puente, puente que él cortó de un hachazo cuando saltó de su silla al acusar a Penzini de loco y a mí de tonta por creerle.
Llegó el fin de semana de maratón de Nueva York. Seguí las noticias para saber cómo se desarrollaba y una vez que hubo terminado, busqué su nombre en el website de resultados. No lo encontré. Esperé actualizaciones posteriores y tampoco saltaba su nombre, apellido o tiempo.
La historia no la recuerdo con precisión porque estaba tan llena de detalles nimios que no era otra cosa que una excusa: no terminó la maratón. Se estrelló contra la pared, con ese muro psicológico que ya decía dominar.
¡Menudo desagravio! Al final, resultó que sí, que la disciplina mental era más importante que la física, y que el loco que acumulaba años de interés, investigaciones y pasión por correr, sabía de lo que hablaba.